
Antonio Canova
Director General de Un estado de Derecho (UeD)
Hubo un país en el
que la consigna era que todos gozaban del derecho humano a la alimentación.
Desde pequeños, aún
antes de enseñarles a leer, a los niños se les hablaba de ese derecho, humano,
fundamental. Sin alimentación no habría vida, ni dignidad, ni igualdad ni
progreso. Personas sin acceso a alimentos, con hambre, desnutridas, no pueden
llevar una vida digna. Es algo evidente. No requiere mayor análisis ni admite discusión.
Había entonces un
gran consenso: debemos, entre todos, asegurar el derecho a la alimentación, de
todos.
En la constitución
y en las leyes de este Estado Social y Democrático de Derecho se consagraba el
derecho a la alimentación y la consiguiente obligación estatal de asegurarlo,
de manera eficiente, equitativa, justa. No cualquier tipo de alimentos, sino de
calidad, en cantidad suficiente para cada uno. La producción y distribución de
alimentos a todos, por igual, era la gran misión estatal. Lo que se gastara en
alimentación no habría de entenderse como gasto, sino como inversión. Ninguna
partida presupuestaria era mayor.
En ejecución de
este objetivo de interés general, la política pública fue el control directo o
indirecto de las tierras, las semillas, los sembradíos, las cosechas, la caza,
la pesca, la ganadería, en fin, toda la actividad agropecuaria. También el
procesamiento y manufactura de alimentos, así como el transporte y su distribución
hasta el consumidor final.
A estos fines, y
para evitar desigualdades injustas, se construyeron grandes edificios que
fungirían como comedores públicos. Eran centros donde podían ser atendidos cientos
o miles de personas diariamente, con desayuno, almuerzo y cena. Su manejo
quedaba en manos de las autoridades, quienes, a través de mandatos y controles,
no solamente decidían qué alimentos eran los más adecuados, sino que se
aseguraban de que llegaran a todos, prioritariamente a los más pobres. La
totalidad de la población debía acudir a esos comedores para recibir una
alimentación de calidad. La prestación del derecho quedó en más del 85% a
través de esos comedores. Solo un 15% era capaz de satisfacer su derecho a
través de concesionarios privados. Eran muy costosos. Estaban altamente
fiscalizados en procura asegurar, ahí también, el bien común.
Una legión de
empleados públicos se encargaba de la administración de estos grandes
comedores. Los cocineros eran funcionarios certificados por el Estado para el
manejo de los alimentos, luego de aprobar un programa diseñado para tales
fines. Solo ellos podían prepararlos, cocinarlos y servirlos.
Ese era el plan. Así
se aseguraba para todos los habitantes su derecho fundamental a una
alimentación gratuita y de calidad.
Pero no funcionó. A
pesar de las inversiones millonarias, de una legislación detallada que no
dejaba margen de error, de la infinidad de funcionarios y empleados públicos
involucrados y de la vocación de servicio de los cocineros, el plan no
funcionó.
Los comedores
públicos pronto empezaron a mostrar ineficiencia y entraron en un proceso de deterioro.
Muchos de los ingredientes escaseaban, los alimentos se dañaban, los comensales
se quejaban, los cocineros se frustraban y, finalmente, nadie estaba satisfecho
con la alimentación que recibía.
En la prensa
aparecían denuncias de corrupción, sobreprecio en la compra de productos, de
abuso por las autoridades de su poder, del mal servicio, de comidas
inadecuadas. Cada denuncia tenía su réplica, su explicación, más bien alguna
excusa. Cada vez retumbaban más fuerte las voces que, desde el inicio, auguraban
que tal sistema centralizado era insostenible. Su quiebra se hacía cada día más
evidente.
Para los griegos ya
era sabido que la democracia degenera en demagogia. Los políticos menos
inescrupulosos suelen manipular a las personas, aprovecharse de los errores,
crear grupos, enfrentarlos y polarizar la sociedad. Hacen promesas a sabiendas
de que nunca cumplirán, así como denuncias que nunca probarán. Se ponen el
ropaje de salvadores. Muchas veces, por revueltas o elecciones, llegan al
poder. De la demagogia a la tiranía apenas hay un pasito. Eso está escrito.
Y en ese país, en esa
democracia social, se siguió la senda, una y otra vez recorrida, de la
destrucción. En poco tiempo una nueva clase política llegó al poder y, de
inmediato, acabó con todo vestigio de juego democrático. Usaron las amplísimas
potestades para sus intereses. No solo la corrupción condenó a los comedores
públicos, sino que se configuraron como medios de control social. Una sociedad hambrienta
es instrumento ciego de su propia destrucción.
La gente, desesperada,
protestó. Se rebeló. Pero fue brutalmente reprimida.
La utilización con
fines políticos de los comedores públicos se hizo más notorio. ¡Ay de aquél que
muerde la mano del amo que lo alimenta!
Con el tiempo, la
gente, frustrada, empezó a resolver por sí misma.
Sembraban,
cosechaban, criaban e intercambiaban alimentos. Cocinaban para ellos mismos.
Algunos cocineros certificados abandonaron los grandes y decadentes comedores
públicos y crearon sus propios micro-comedores. Vendían su experticia, su
trabajo. La gente acudía a estos comedores paralelos y, si bien pagaban, salían
satisfechos. Se creó un mercado informal de alimentos cada vez mayor. Muchos
aprendieron a cocinar, a la vez que más cocineros emprendieron en su profesión.
Los más ricos, así
como los miembros del partido de gobierno, ninguno, se rebajaba a acudir a los
comedores públicos. Y llegó un momento en el que hasta los más pobres dejaron
de acudir. Se alimentaban por sus propios medios.
Era cuestión de
tiempo. Las personas habían empezado a decidir libremente dónde y cómo
alimentarse, entre un sinfín de opciones. Los grandes comedores públicos serían
sustituidos por micro-comedores privados, todos en competencia, especializados
en diferentes alimentos, sazones, ingredientes, técnicas. Cada uno esforzándose
por atraer comensales en el medio de la competencia; ofreciendo sus mejores
platillos, el mejor servicio, al mejor precio.
Un día, ya cuando
más personas estaban convencidas de que su alimentación era muy importante para
dejarla en manos de los políticos, cuando brotaban por todos lados
micro-comedores privados, justo entonces, un grupo de cocineros de los
comedores públicos salió a la calle a protestar por los bajos sueldos y las
malas condiciones de trabajo. Era una queja justa. El Estado les maltrataba.
Pero pocos les
apoyaron. Ni siquiera entre los cocineros había expectativas de cambios. Muchos
ni se enteraron. ¿Por qué? Porque nadie esperaba mejoras milagrosas en los
comedores públicos. Porque ya las personas resolvían la alimentación por sí
mismas.
One Comment
Anónimo
Muy buen artículo !