Podría afirmarse, en términos muy simples, y tomando en cuenta la opinión general y la vasta literatura que hay al respecto, que la democracia funciona y tiene su razón de ser en el mandato de llevar a cabo lo que los electores desean y expresan mediante el voto. En consonancia con esta afirmación también podría decirse, obviamente, que los fallos de la democracia aparecen cuando esta deja de lado ese mandato y subvierte aquello que los votantes demandan. Sin embargo, y de acuerdo a las categorías establecidas por el economista norteamericano Bryan Caplan en su libro El Mito del Votante Racional –que analizaremos en este artículo–, los fallos de la democracia se deben, sobre todo, a los sesgos de los individuos al momento de votar, entendiéndose por sesgos aquellas creencias erróneas o equívocas sobre la realidad, cuestión que en general proviene de la educación recibida, usualmente impuesta por las ideologías o regímenes gobernantes.
Entre los sesgos que identifica Caplan en el mencionado estudio se encuentran: el sesgo anti mercado, el sesgo anti extranjero, el sesgo de la creación de empleo y el sesgo pesimista, los cuales abordaré en las próximas líneas desde la perspectiva de mi experiencia personal.
Al entablar conversación con alguna persona, amigo o familiar, en una fiesta o en cualquier otro evento, sobre temas relacionados al ámbito económico, he podido constatar que la mayoría no comprende el concepto de la Mano Invisible del Mercado y su mediación armónica entre el lucro privado y el interés general. Por el contrario, tienen una perspectiva errada, señalando que el capitalismo afecta los intereses particulares de cada grupo, cuando en realidad lo que hace es generar innovación, fuentes de empleo y más bienes y servicios para el consumo. A lo anteriormente descrito se denomina sesgo anti mercado.
Seguidamente, he podido identificar el sesgo anti extranjero cuando mis contertulios demeritan o ven con recelo y suspicacia las relaciones comerciales con foráneos, como si de alguna forma estos viniesen a apropiarse de algo que no les corresponde. Sobre este punto, resulta importante destacar que el comercio no es una actividad de suma cero, toda vez que un país no necesariamente tiene que empeorar o perjudicar el balance económico del otro para mejorar el suyo en los intercambios comerciales. En general, es una relación de ganar-ganar.
En otras conversaciones de este tipo también he logrado detectar el sesgo de la creación de empleo, que consiste en que los individuos asocian automáticamente el concepto de prosperidad con más puestos de trabajo, razón por la cual la mayoría se siente atraída por aquellos planes de gobierno que prometen eso. Sobre esta cuestión es importante precisar que existen diversas formas de crear puestos de trabajo, pero solo hay una que genera prosperidad y riqueza, y es cuando aparece la necesidad real, mediante inversiones productivas, de más trabajo útil y solo así se logra el crecimiento del PIB y la generación de bienestar. Por supuesto que también es posible crear fuentes de empleo requiriendo más mano de obra para la producción de la misma cantidad de bienes, solo que esto se traduce, inexorablemente, en el bajo nivel de productividad de cada trabajador, camino seguro a la inflación y la miseria.
Por otro lado, muchas personas expresan de forma recurrente, en las charlas informales de todos los días, su temor al avance tecnológico por la posibilidad de ser desplazados laboralmente por máquinas o automatizaciones de diversa índole. No logran captar, sin embargo, que aquellos que pierden un trabajo debido a los avances tecnológicos se ven obligados a descubrir nuevos usos para sus capacidades, lo que a su vez aporta innovación y creatividad al proceso productivo en general. En efecto, esta temida realidad high tech es más bien un estímulo para aumentar el nivel de exigencia y preparación de cada individuo en el ámbito laboral, cuya realidad es distinta hoy día. Pues la mayoría de las empresas compiten por contratar, precisamente, personas creativas e innovadoras, con ideas nuevas, que aporten un gran valor agregado al trabajo colectivo.
Por último, pero no menos importante, también he comprobado que casi todos a quienes he sondeado al respecto, adolecen del sesgo pesimista, y suelen creer que las condiciones económicas siempre van para peor, e incluso en muchos casos comparan la situación con años anteriores y expresan un sentimiento de nostalgia por volver al pasado. Pero lo que nunca logran comprender es que precisamente debido a estos sesgos irracionales suyos, puestos en práctica a la hora de votar, es que aparecen las condiciones necesarias para que todas las variables económicas y sociales empeoren y, en el caso específico de Venezuela, por ejemplo, se instaurase el llamado Socialismo del Siglo XXI.
Además, en línea con lo hasta aquí expuesto, es evidente que el grueso de los electores también suele estar a favor de determinados partidos políticos aún sin interesarse en conocer en profundidad sus planes de gobierno. Y es obvio, además, que un importante segmento de electores, en todas partes del mundo, tiene la creencia errónea de que mientras más proteccionista sea el Estado más “beneficiosas” serán sus políticas para el interés general de la nación y pocas veces se interrogan críticamente acerca de si ello es cierto. Podría inferirse, entonces, que quizá todo esto obedezca a una cuestión educativa, de formación, o, más bien, de deformación intelectual, probablemente por el predominio monopólico de métodos como el prusiano en los sistemas de enseñanza, modelo cuyo génesis es lo militar y está destinado a hacer que los individuos se limiten a seguir órdenes sin cuestionar, castrando así toda esencia de individualismo.
Al final Caplan concluye, entonces, y de forma categórica, que el grueso de los electores es profundamente ignorante acerca de cuestiones políticas y vota en base a creencias erróneas que se han desarrollado durante su formación educativa (negritas nuestras), la mayoría en el área de economía. Y esto incita a los políticos a acomodarse a estas circunstancias del electorado, a centrarse en sus propios intereses personales y, por supuesto, a venderse a quien quiera que esté presto a financiarlos.[1]
Y a raíz de todas estas circunstancias está la comprobación, y el autor lo señala como uno de sus colofones principales, de que la democracia, tal como se concibe actualmente, acarrea una grave e inevitable “externalidad”, toda vez que un votante insensato no se perjudica solamente a sí mismo sino también a todos aquellos que, a resultas de la irracionalidad ajena, les es impuesto el costo colectivo de vivir sujetos a políticas desacertadas. De esta forma, si un número suficiente de votantes piensa y elige determinado por todos estos sesgos tan fuera de foco, se da lugar a que las políticas socialmente dañinas triunfen por reivindicación popular, como ha ocurrido frecuentemente en la historia contemporánea. [2]
Queda en evidencia, entonces, que la deficiente formación intelectual de las personas influye en las decisiones democráticas, pues les hace confiar en aquellas propuestas políticas que alimentan o refuerzan sus creencias equivocadas. Pero lo más grave de esta situación se presenta, sin embargo, cuando un sistema que comienza siendo democrático degenera en totalitarismo e impone una ideología, un pensamiento único, un ideal uniforme con el cual se encarga de adoctrinar a las nuevas generaciones. De aquí se entiende, entonces, la importancia vital de evitar que el Estado sea el garante o prestador de los servicios de educación, pues lo contrario significa ponerle en bandeja cientos de miles de mentes maleables.
Dado todo este panorama tan desalentador, personalmente considero que una de las condiciones necesarias para lograr avances y perfeccionamientos en el sistema democrático y en la sociedad en general es la libertad educativa, entendiéndose por esto una educación que se centre en el desarrollo del pensamiento crítico y las habilidades de cada individuo y no en un sistema de enseñanza monopolizado por el Estado, quien, mediante la imposición obligatoria de un pensum solo busca la afirmación de un criterio único –adoctrinamiento–, con lo que sobrecarga a las masas de sesgos erróneos, en su mayoría contra el libre mercado y contra el individuo, que en el fondo son las dos caras de una misma lucha.
Tania Lavado
[1] Bryan Caplan, Los mitos del votante racional Por qué las Democracias Escogen Malas Políticas, 2007.
[2] Ídem.
Comments