Hubo un país en el que la consigna era que todos gozaban del derecho humano a la alimentación.
Desde pequeños, aún antes de enseñarles a leer, a los niños se les hablaba de ese derecho, humano, fundamental. Sin alimentación no habría vida, ni dignidad, ni igualdad ni progreso. Personas sin acceso a alimentos, con hambre, desnutridas, no pueden llevar una vida digna. Es algo evidente. No requiere mayor análisis ni admite discusión.
Había entonces un gran consenso: debemos, entre todos, asegurar el derecho a la alimentación, de todos.
En la constitución y en las leyes de este Estado Social y Democrático de Derecho se consagraba el derecho a la alimentación y la consiguiente obligación estatal de asegurarlo, de manera eficiente, equitativa, justa. No cualquier tipo de alimentos, sino de calidad, en cantidad suficiente para cada uno. La producción y distribución de alimentos a todos, por igual, era la gran misión estatal. Lo que se gastara en alimentación no habría de entenderse como gasto, sino como inversión. Ninguna partida presupuestaria era mayor.
En ejecución de este objetivo de interés general, la política pública fue el control directo o indirecto de las tierras, las semillas, los sembradíos, las cosechas, la caza, la pesca, la ganadería, en fin, toda la actividad agropecuaria. También el procesamiento y manufactura de alimentos, así como el transporte y su distribución hasta el consumidor final.
A estos fines, y para evitar desigualdades injustas, se construyeron grandes edificios que fungirían como comedores públicos. Eran centros donde podían ser atendidos cientos o miles de personas diariamente, con desayuno, almuerzo y cena. Su manejo quedaba en manos de las autoridades, quienes, a través de mandatos y controles, no solamente decidían qué alimentos eran los más adecuados, sino que se aseguraban de que llegaran a todos, prioritariamente a los más pobres. La totalidad de la población debía acudir a esos comedores para recibir una alimentación de calidad. La prestación del derecho quedó en más del 85% a través de esos comedores. Solo un 15% era capaz de satisfacer su derecho a través de concesionarios privados. Eran muy costosos. Estaban altamente fiscalizados en procura asegurar, ahí también, el bien común.
Una legión de empleados públicos se encargaba de la administración de estos grandes comedores. Los cocineros eran funcionarios certificados por el Estado para el manejo de los alimentos, luego de aprobar un programa diseñado para tales fines. Solo ellos podían prepararlos, cocinarlos y servirlos.
Ese era el plan. Así se aseguraba para todos los habitantes su derecho fundamental a una alimentación gratuita y de calidad.
Pero no funcionó. A pesar de las inversiones millonarias, de una legislación detallada que no dejaba margen de error, de la infinidad de funcionarios y empleados públicos involucrados y de la vocación de servicio de los cocineros, el plan no funcionó.
Los comedores públicos pronto empezaron a mostrar ineficiencia y entraron en un proceso de deterioro. Muchos de los ingredientes escaseaban, los alimentos se dañaban, los comensales se quejaban, los cocineros se frustraban y, finalmente, nadie estaba satisfecho con la alimentación que recibía.
En la prensa aparecían denuncias de corrupción, sobreprecio en la compra de productos, de abuso por las autoridades de su poder, del mal servicio, de comidas inadecuadas. Cada denuncia tenía su réplica, su explicación, más bien alguna excusa. Cada vez retumbaban más fuerte las voces que, desde el inicio, auguraban que tal sistema centralizado era insostenible. Su quiebra se hacía cada día más evidente.
Para los griegos ya era sabido que la democracia degenera en demagogia. Los políticos menos inescrupulosos suelen manipular a las personas, aprovecharse de los errores, crear grupos, enfrentarlos y polarizar la sociedad. Hacen promesas a sabiendas de que nunca cumplirán, así como denuncias que nunca probarán. Se ponen el ropaje de salvadores. Muchas veces, por revueltas o elecciones, llegan al poder. De la demagogia a la tiranía apenas hay un pasito. Eso está escrito.
Y en ese país, en esa democracia social, se siguió la senda, una y otra vez recorrida, de la destrucción. En poco tiempo una nueva clase política llegó al poder y, de inmediato, acabó con todo vestigio de juego democrático. Usaron las amplísimas potestades para sus intereses. No solo la corrupción condenó a los comedores públicos, sino que se configuraron como medios de control social. Una sociedad hambrienta es instrumento ciego de su propia destrucción.
La gente, desesperada, protestó. Se rebeló. Pero fue brutalmente reprimida.
La utilización con fines políticos de los comedores públicos se hizo más notorio. ¡Ay de aquél que muerde la mano del amo que lo alimenta!
Con el tiempo, la gente, frustrada, empezó a resolver por sí misma.
Sembraban, cosechaban, criaban e intercambiaban alimentos. Cocinaban para ellos mismos. Algunos cocineros certificados abandonaron los grandes y decadentes comedores públicos y crearon sus propios micro-comedores. Vendían su experticia, su trabajo. La gente acudía a estos comedores paralelos y, si bien pagaban, salían satisfechos. Se creó un mercado informal de alimentos cada vez mayor. Muchos aprendieron a cocinar, a la vez que más cocineros emprendieron en su profesión.
Los más ricos, así como los miembros del partido de gobierno, ninguno, se rebajaba a acudir a los comedores públicos. Y llegó un momento en el que hasta los más pobres dejaron de acudir. Se alimentaban por sus propios medios.
Era cuestión de tiempo. Las personas habían empezado a decidir libremente dónde y cómo alimentarse, entre un sinfín de opciones. Los grandes comedores públicos serían sustituidos por micro-comedores privados, todos en competencia, especializados en diferentes alimentos, sazones, ingredientes, técnicas. Cada uno esforzándose por atraer comensales en el medio de la competencia; ofreciendo sus mejores platillos, el mejor servicio, al mejor precio.
Un día, ya cuando más personas estaban convencidas de que su alimentación era muy importante para dejarla en manos de los políticos, cuando brotaban por todos lados micro-comedores privados, justo entonces, un grupo de cocineros de los comedores públicos salió a la calle a protestar por los bajos sueldos y las malas condiciones de trabajo. Era una queja justa. El Estado les maltrataba.
Pero pocos les apoyaron. Ni siquiera entre los cocineros había expectativas de cambios. Muchos ni se enteraron. ¿Por qué? Porque nadie esperaba mejoras milagrosas en los comedores públicos. Porque ya las personas resolvían la alimentación por sí mismas.
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