“Para mí tan sólo existe una forma de depravación humana: carecer de metas”.
En líneas pasadas he escrito sobre La rebelión de Atlas, de Ayn Rand y las reflexiones de John Galt. En esta oportunidad quiero concentrarme en las enseñanzas que nos deja otro de sus personajes, Francisco d’Anconia. Veamos qué podemos aprender y reflexionar al respecto:
d’Anconia sabía muy bien que el éxito de su empresa se debía a las intensas regulaciones del gobierno que intervenían y planificaban la economía (llevando al país a la debacle), pero tras ello se escondía un hecho monstruosamente inmoral, parte de esas regulaciones eran para asegurarle grandes beneficios económicos que serían divididos entre sus inversores: los genios de la ingeniería social, los intervencionistas. Aun así, le recriminan: “-No permita que ese hombre la perturbe. Ya sabe usted que el dinero es el origen de todos los males, y d’Anconia es un típico producto del dinero”.
Gracias a ello, d’Anconia recuerda que el dinero no es una forma de depravación ni el origen de los males de la sociedad o de que se obtiene a expensas de los débiles, es un medio de intercambio simplemente por el que unas personas adquieren bienes y servicios a cambio de él, es un mecanismo de transacción únicamente. Detrás del dinero bien obteniendo no hay depravación ni explotación del hombre sobre el hombre, solo virtud: el esfuerzo sostenido del ser humano y una motivación para que esa tesón y dedicación sean el verdadero motor del mundo, el progreso y la evolución humana. Detrás del dinero hay un círculo virtuoso del que todos se benefician. Adam Smith, en La Riqueza de las Naciones, sabiamente apuntaba que: “No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Con base en una idea tan elemental, Francisco d’Anconia afirma:
“Comerciar utilizando dinero es el código de los hombres de buenas intenciones, porque el dinero se basa en el axioma de que cada uno es dueño de su mente y de su esfuerzo. El dinero no otorga ningún poder para prescribir el valor de un esfuerzo, más allá de la elección voluntaria de quien desea ofrecer el suyo a cambio. El dinero le permite obtener por sus bienes y su trabajo lo que vale para los que lo compran, pero no más que eso. El dinero sólo permite tratos que se hacen en beneficio mutuo, según el libre juicio de ambas partes. El dinero exige el reconocimiento de que se debe trabajar en beneficio, y no en perjuicio, propio; para ganar, y no para perder…”.
Se intercambia dinero porque todos quieren el mejor producto, es un lazo de la humanidad, un reconocimiento a la mayor destreza, al ingenio. El heredero que sabe mantenerlo y aumentarlo es símbolo de su propia valía. Quien lo consigue por medio del fraude y la corrupción solo es capaz de recordarle su propia vergüenza y bajeza como ser humano, que solo tiene ambición, pero ningún tipo de valor como persona. Apreciar el dinero entraña que se pueda intercambiar lo mejor por lo mejor, el mayor esfuerzo de cada uno. Es producto de su autoestima porque está en presencia de la remuneración por algo que está bien hecho y de las más altas virtudes, que requiere compromiso y dedicación, quien quiere obtenerlo sin esas cualidades no es más que un ladrón del ingenio y el esfuerzo y rehúye a respetarse como individuo:
“Permita que le dé un consejo clave sobre el carácter de los seres humanos: quien maldice el dinero, lo ha obtenido de manera deshonrosa, pero quien lo respeta, se lo ha ganado honestamente. Huya de quien le diga que el dinero es malvado, pues esa frase es la señal que anuncia la presencia de un saqueador. En tanto los hombres vivamos en sociedad y necesitemos medios para tratar unos con otros, el único sustituto, en caso de abandonar el dinero, serían las armas. El dinero exige las más elevadas virtudes para conseguirlo o conservarlo”.
Un país no avanza y está condenado al fracaso si funciona parcialmente entre el robo y la producción, “…no espere que produzcan cuando la producción sea castigada y el robo recompensado”. Crear dinero a través del esfuerzo es una forma elevada de moralidad y a veces parece mentira tener que recordar algo tan fundamental de la condición humana.
El dinero nos eleva como seres iguales en la capacidad y oportunidad de crearlo y así premiar el ingenio y el mérito propio, lo que en definitiva permitirá que millones de personas accedan a puestos de trabajo y mejoren notablemente sus vidas. Sin embargo, el socialismo, la justicia social y la redistribución de la riqueza es una inmoralidad que penaliza el éxito y convierte a los ciudadanos en súbditos de los gobernantes que no entienden de producción y creación de puestos de trabajo, no existe país en el mundo que haya hecho ricos a los pobres arruinando a los ricos, solo crean igualdad a través de la pobreza. El capitalismo, por el contrario, nos convierte en seres autónomos con plena capacidad de dirigir libremente como queremos que sean nuestras vidas dando lo mejor de cada uno gracias al libre albedrío, sin interferencias estatales y en ausencia de una ingeniería social que pretende diseñar todo el complejo entramado social a partir de ideas que nunca han funcionado cuando son llevadas a la práctica.
El Estado de Derecho y el liberalismo fijan límites al poder, es un sistema elemental de contrapesos en defensa de la persona y sus libertades, la justicia y la producción. Es un medio de protección a través de la ley (general y abstracta) que entraña que nadie por fuerza interferirá y arrebatará los derechos más elementales (vida, libertad y propiedad) y que respetará irrestrictamente el proyecto de vida de cada uno. En ausencia de ello estamos ante la absoluta barbarie en el que la razón cede ante la fuerza y simplemente estamos a merced y espera de perder lo que somos, quiénes somos, para convertirnos en una masa maleable desde el Poder Público que solo nos quiere arrebatar lo que por mérito jamás hubiesen logrado. Requieren de la manipulación y de imponer el más arbitrario castigo para doblegar, apoderarse y resquebrajar las virtudes de cada quien:
“Entonces verá aparecer a hombres de doble moral: los que se basan en la fuerza, y sin embargo, dependen de quienes viven del comercio para darle valor a su dinero robado. Son los que quieren ser virtuosos gratuitamente, aquellos que en una sociedad moral son los criminales de quienes la ley debería proteger a los demás. Pero cuando una sociedad establece la existencia de criminales por derecho y de saqueadores legales, es decir de personas que utilizan la fuerza para apoderarse de la riqueza de víctimas desarmadas, entonces el dinero se convierte en vengador de su creador. Esos ladrones se sienten seguros al robar a indefensos, luego de haber sancionado una ley para desarmarlos, pero su botín se convierte en un imán para otros saqueadores que también se lo arrebatarán de la misma forma como ellos lo hicieron. Entonces el éxito irá, no al más competente en la producción, sino al capaz de la más despiadada brutalidad y crueldad. Cuando la fuerza se convierte en norma, el asesino vence al carterista, y la sociedad desaparece entre ruinas y cadáveres”.
Lo anterior sigue siendo una observación realizada por Francisco d’Anconia, por más que parezca una reflexión acerca de los tiempos que corren, una realidad distópica (valga el oxímoron) en la que la gente decente ha sido marginada, perseguida y viven entre penurias de todo tipo, mientras que los que nos han hundido en la más profunda miseria moral y material gozan de los más grandes lujos. En concreto, somos un país que va desapareciendo entre ruinas y cadáveres.
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