top of page

Blog

Buscar

¿Quién dijo que un hombre no puede volar?

  • Foto del escritor: Un Estado de Derecho
    Un Estado de Derecho
  • 23 feb 2021
  • 21 Min. de lectura

Lo primero que hice después de graduarme fue viajar a mi pueblo. Tenía tres años sin ir. En el terminal de La Bandera tomé una buseta hasta Valencia. En Valencia tomé otra hasta Coro. En Coro tuve que tomar esto que llamamos carrito particular -porque llegué poco después de las tres de la tarde, cuando ya se había ido el último autobús de la ruta pública- y a las siete horas y dos trasbordos de haber salido de Caracas, pisé de nuevo Cabure.

Usualmente, cuando digo de donde provengo, siempre empiezo por decir que es de un apacible población de no mĆ”s de tres mil habitantes, situada en plena Sierra de Falcón, rendida a los pies de unos benignos gigantes de piedra caliza. Luego, presumiendo de su irrepetible belleza natural, completo diciendo que en la lengua de los indios jirajaras, primeros pobladores de la región, el nombre de mi terruƱo significa ā€œlugar cercano al cieloā€. Pero creo que a partir de ahora, cuando diga de dónde soy, antes de todo lo anterior, que es innegable verdad, debo empezar por decir: soy de Cabure, el pueblo del PĆ”jaro Serrano, el hombre que hace ciento cincuenta y dos aƱos intentó volar con unas enormes alas de cuero.

Volver a Cabure significó volver al sitio donde residen todos mis recuerdos de infancia y adolescencia. Pocas alegrías superan la del reencuentro con esa memoria compuesta de puras imÔgenes felices que, cual viaje en el tiempo, me devuelven al instante de bañarme debajo de una cascada, al de explorar una cueva, o al de recorrer las calles del pueblo con mis amigos José, Alexander y Anthonella. Volver a Cabure, inmediatamente después de haberme graduado de abogado en la Ucab, también significó volver para ofrendarle a mi tierra este importante logro.

Lo siguiente que debo dejar saber del PÔjaro Serrano es que así llamaban a mi tatarabuelo, Don Carlos Rivero Solar, considerado el precursor de la aviación nacional. Sí señores, el precursor. Con decirles que la Fuerza Aérea de Venezuela (FAV) le erigió un monolito justo en la zona donde se lanzó al vacío con la voluntad de conquistar el aire.

Carlos Rivero Solar era un inventor local famoso. Su reconocimiento procedía de la construcción de muchos y variados ingenios, entre los cuales se cuenta una mÔquina para descerezar el café que se cultivaba en esas montañas y un sistema de tubería de bambúes que conducía el agua de las quebradas cercanas hasta su casa y hacía mover el trapiche donde molía caña de azúcar.

No me cuesta imaginarlo entonces fabricando el artefacto que lo haría despegar del suelo igual que un ave. Es que casi puedo oírlo repitiéndose a sí mismo, mientras ensambla el armazón de ramas livianas y piezas de cuero de vaca: ¿Quién dijo que el hombre no puede volar?

La historia del PĆ”jaro Serrano nos viene dada a los cabureƱos prĆ”cticamente con el estreno de la razón. Yo, por ejemplo, la atesoro desde el mismo momento que se la escuchĆ© contar a mis maestras del preescolar ā€œSara Amelia Salasā€, el Ćŗnico kĆ­nder del pueblo. PĆŗblico, sĆ­.

Y por supuesto que la seguĆ­ oyendo, ya en forma de versión oficial y en clave de honra al Hijo Ilustre, tanto en mi escuela ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€, como en mi liceo ā€œGuillermo Antonio Coronadoā€, tambiĆ©n la Ćŗnica primaria y secundaria de Cabure. Y tambiĆ©n pĆŗblicos, sĆ­.

Mi mamƔ me mima y me enseƱa

A la etapa de primero a sexto grado pertenece, asimismo, el recuerdo de cuando los maestros, después de impartirnos contenidos bÔsicos, esto como por no dejar, nos dejaban horas y horas jugando en el salón. Y no porque persiguieran los fines académicos con estrategias lúdicas, no; era porque, obviamente, no tenían mayor interés en asegurar nuestro aprendizaje. MÔs claro: sencillamente nos abandonaban. José, Alexander y Anthonella, compañeros de clase de toda esa etapa inicial, saben de qué hablo.

Aunque, definitivamente, es mi mamÔ, la tataranieta del PÔjaro Serrano, quien mejor sabe: Ella, a diferencia de mí que estudié siempre en Cabure, estudió desde preescolar hasta bachillerato en un colegio católico, privado, aquí en Caracas. Esto porque su madre, mi abuela Hilda HernÔndez Rivero, la bisnieta del homo avis falconiano, se vino a esta ciudad hace cuarenta y seis años Mi mamÔ mÔs bien se regresó a Cabure y, tiempo después de haberse casado con mi papÔ, hizo una licenciatura en Educación Especial en la Universidad Nacional Abierta (UNA), bajo la modalidad a distancia. Aquí es donde toca decir que soy el tercero de cuatro hijos y que mi padre es un pequeño comerciante de víveres, propietario de una bodega ubicada en el centro del pueblo.

Al graduarse de docente, mi mamÔ empezó a trabajar en una escuela de una población vecina. ¿Ven por qué digo que ella es quien mÔs sabe? Sabe por educadora y sabe por madre. Sabe porque cada tarde, sin falta, en casa, ella nos daba esmeradas clases particulares, a mis hermanos y a mí, de todas las materias que cursÔbamos: desde matemÔticas, lengua y biología, hasta sociales. Pienso en esas tardes y casi puedo sentir de nuevo el olor de los ejemplares de la Guía Caracol de Santillana y de la Enciclopedia Larousse, que mi mamÔ ponía en nuestras manos para complementar, ¿o suplir?, la deficiente enseñanza que recibíamos en el colegio.

Al bachillerato en el ā€œGuillermo Antonio Coronadoā€ no puedo acreditarle nada distinto a la desafortunada primaria: la misma desidia de los profesores, el mismo desgano, la misma incompetencia, el mismo descuido y despreocupación. JosĆ©, Alexander y Anthonella, compaƱeros tambiĆ©n de liceo, saben que no miento. En suma: el mismo fraude. A mi mamĆ” sĆ­ puedo abonarle de nuevo, por todo lo que continuó ayudĆ”ndome desde primero hasta quinto aƱo, gran parte del mĆ©rito por mi secundaria.

Por boca de ella supe, ademÔs, mi parte preferida del relato sobre la famosa hazaña del PÔjaro Serrano. Y es la que comienza una mañana de domingo de 1868 con mi tatarabuelo dirigiéndose, con su aparato de volar a cuestas, hacia El Naranjito, el caserío cercano a Cabure donde va a intentar desafiar la gravedad: Va por el Camino de los Españoles rumbo a la cima de la colina mÔs favorable para la realización de su gesta. Vale imaginar que lleva encima una maquina voladora como las que diseñó Leonardo Da Vinci porque, en efecto, guardan cierto parecido. Se ha hecho acompañar por Don Rufino Montenegro, a quien, de acuerdo con la costumbre, ha nombrado padrino del histórico acontecimiento. Lo sigue un gentío, una multitud de lugareños en procesión de incredulidad y asombro.

Casi puedo escuchar los murmullos y las risas. Y me ha dado por preguntarme cuƔntos de esos que van ahƭ apuestan a su fracaso y cuƔntos sƭ lo creen capaz de surcar el azul infinito de la serranƭa.

Me lo pregunto porque de pronto irrumpe en mi memoria la tarde aquella de hace unos seis años cuando, de visita en Caracas, recorro un centro comercial junto a mi mamÔ, mis dos hermanas y un primo caraqueño. Caminamos y conversamos mientras buscamos una tarjeta de felicitación para nuestra abuela que cumple años, y en eso el primo me interroga: ¿Qué carrera vas a estudiar, en qué universidad? Contesto sin ninguna precaución, acaso con la confianza que brota de la inocencia: Voy a estudiar Derecho en la UCAB. Mi primo, que ha hecho toda su educación en los mejores colegios privados a su alcance, que sabe de la mía y de la estrechez económica de mi familia, hace la pregunta de rigor: ¿Ya tienes beca? Y sin ni siquiera esperar mi respuesta, sentencia: No vas a dar la talla. La gente que sale de los públicos difícilmente logra graduarse en una universidad como la UCAB.

A la gloria o a la tumba

ĀæCuĆ”ntos de esos que van ahĆ­, detrĆ”s del que llaman ā€œdoctorā€ pero tambiĆ©n ā€œlocoā€, creen en Ć©l y desean que logre volar? ĀæCuĆ”ntos no? En fin, que Don Carlos Rivero Solar ya estĆ” a punto de ofrecer el desenlace: asĆ­ que avanza, Ć©l solo, con sus alas de madera y cuero de vaca, hasta el punto mĆ”s alto de la consabida colina, unos setenta metros mĆ”s arriba, mientras la muchedumbre expectante permanece abajo. Al llegar al lugar exacto dispuesto como pista para el despegue, el PĆ”jaro Serrano saluda a los espectadores, se da vuelta, e inicia la carrera de impulso hacia el esperado vuelo. Todos enmudecen frente a aquel hombre alado que corre resuelto hacia la gloria o hacia el fracaso, que carretea decidido hacia el Ć©xito o hacia la muerte. A pocos pasos del final del terreno despliega las alas y salta dando un grito estremecedor. Ya en el aire bate desesperadamente las alas. Parece que lo estĆ” consiguiendo. De hecho ahora estĆ” planeando. Ā”IncreĆ­ble! Ā”EstĆ” logrando el milagro de vol… Pero, ah broma, no, no, es que estĆ” cayendo, Ā”ay, Dios santo, viene en picada, se va a estrellar! Ā”Ay, ay, se estrelló! El PĆ”jaro Serrano y lo que quedó de las alas cayeron sobre la copa de un frondoso Bucare. No murió, pero quedó bastante maltrecho y con unos cuantos huesos rotos. Cuando le dije a mi primo, hoy mĆ©dico exitoso, que iba a la UCAB fue porque para entonces, finalizando mi bachillerato, eso ya estaba decidido. Desde pequeƱo quise ser abogado. TenĆ­a la opción de estudiar en Punto Fijo, en la Ćŗnica universidad de mi estado donde ofrecen la carrera; o la de venirme a Caracas, a casa de mi abuela Hilda, y estudiar donde siempre habĆ­a querido con todas mis fuerzas: en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica AndrĆ©s Bello. Mis padres facilitaron mi decisión alentĆ”ndome con la segunda alternativa, aun cuando Ć©sta les representaba un tremendo compromiso económico. Recuerdo que frente a la natural inquietud respecto a la posibilidad de costearme la matrĆ­cula, en aquella determinante ocasión ambos me dijeron que una formación superior asĆ­, de las mejores, valĆ­a cualquier esfuerzo. Recuerdo tambiĆ©n que despuĆ©s de aquella resolución familiar lo Ćŗnico no feliz para mĆ­ era la idea de irme de Cabure y despedirme de JosĆ©, Alexander y Anthonella.

Del primer aƱo en la UCAB conservo la memoria de dos sustos: el natural de todo comienzo en un lugar nuevo y el que me asaltó cuando empecĆ© a enfrentarme a contenidos que no dominaba y que se suponĆ­a debĆ­a haber visto en secundaria. No exagero: sentĆ­a una especie de aturdimiento cada vez que un profesor exponĆ­a en clases sobre algĆŗn tema desconocido para mĆ­. El malestar se acentuaba cuando mis compaƱeros -la mayorĆ­a procedentes de colegios privados- me decĆ­an: ā€œEso lo vimos en el liceoā€. A eso se referĆ­a mi primo y confieso que en un momento dado lleguĆ© a temer que, asĆ­ me esforzara en nivelarme, no llegarĆ­a a alcanzar las exigencias de las materias. Para quĆ© negarlo: creĆ­ que no darĆ­a la talla. De esa atemorizante turbulencia inicial salĆ­ con bien a punta de leer, leer, leer.

Fue ya sobrevolando el segundo aƱo, en 2016, cuando me sorprendió el mal tiempo: Mi papĆ” tuvo que cerrar su bodega. Se le hacĆ­a imposible trabajar con tanta escasez de productos, tantos controles y tantas arbitrariedades gubernamentales. No le quedaba mĆ”s remedio que cerrar y con todo el dolor de su alma informarme que ya no podrĆ­a pagarme la matrĆ­cula de la universidad. Esto es mucho mĆ”s que los dos primeros sustos, esto es un temor mayor, esto es miedo a precipitarme tan pronto, apenas despegando. Esto es…como les explico…pĆ”nico a estrellarme sobre la copa de un Bucare. Buscar afanosamente una ayuda económica cuenta como un desesperado batir de alas; aunque la verdad es que mi desesperación era literal, no metafórica.

Así que de inmediato averigüé y, como cumplía con las condiciones de promedio académico y perfil socioeconómico, me postulé para una beca-trabajo. ¿Quién dijo que el hombre no puede volar? Pocas semanas después de la entrevista correspondiente recibí la noticia que me hizo remontar nuevamente: Aprobada la beca-trabajo en las oficinas de Sipucab, mejor conocida como la sala de profesores.

Trabajé en Sipucab todos los días, de lunes a viernes de tres de la tarde a siete de la noche, a cambio de la exoneración de la matrícula. Pienso en esos cuatro años y pienso en un tiempo que me elevó a la altura suficiente para entender que cuando la dura realidad te frena, con esa misma fuerza te impulsa.

En esas nubes de alegría andaba yo el día de enero 2020 que recibí mi título de manos del rector Francisco Virtuoso. E imaginen a cuantos miles de pies de orgullo se encontraban mi mamÔ, mi papÔ y mi abuela Hilda. Y mÔs después de recibir ellos también el homenaje que nuestro profesor y padrino, Antonio Canova, les tributó en la forma de aquel memorable discurso sobre la felicidad sincrónica y diacrónica.

Bajo la bella ceiba

Reencontrarme en Cabure con JosĆ©, Alexander y Anthonella cuenta como parte de lo primero que hice despuĆ©s de graduarme. Una tarde soleada y calurosa volvimos a reunirnos los cuatro de siempre donde siempre: bajo la sombra generosa de la ceiba que preside el frente de la casa de JosĆ©. ĀæYa habĆ­a dicho que JosĆ© tambiĆ©n es mi vecino? JosĆ© tiene veinticuatro aƱos, es gran deportista y es de esas personas que se ganan, facilito y rapidito, el cariƱo de la gente. Al graduarse de bachiller, en 2014, intentó estudiar una carrera tĆ©cnica en electricidad en el Tecnológico de Coro, pero de tanto paro por protestas estudiantiles, huelgas de profesores, falta de agua, o de electricidad, o de docentes, o de lo que fuera, perdió el sentido de continuar. ā€œĀæPara quĆ© seguir en un lugar que estĆ” mĆ”s tiempo cerrado que abierto? PreferĆ­ regresarme a Cabureā€. JosĆ© se devolvió al pueblo y embarazó a su novia. Hoy viven juntos, ya tienen un segundo hijo y atraviesan una situación económica bastante difĆ­cil. Alexander tiene veinticuatro aƱos tambiĆ©n y es un verdadero artista del dibujo a lĆ”piz y la pintura al óleo. Tienen que ver su trabajo para que se impresionen con el nivel de detalle y belleza. Ɖl empezó a estudiar IngenierĆ­a ElĆ©ctrica en 2013 el mismo Tecnológico de Coro que abandonó JosĆ©. DebĆ­a haberse graduado ya, pero no ha podido aĆŗn, y no porque no se aplique a sus estudios sino por las mismas constantes paralizaciones que ya refirió mi otro amigo.

A Alexander no le ha quedado mĆ”s que continuar y enunciar su futuro en una tentativa de chiste: ā€œEspero terminar algĆŗn dĆ­aā€¦ā€ De Anthonella, otra de veinticuatro, hay que empezar diciendo siempre que es la campeona local de tenis de mesa. DespuĆ©s hay que agregar: es una autĆ©ntica entregada al ejercicio fĆ­sico. Ella obtuvo cupo en la Unefa (Universidad Nacional Experimental de la Fuerza Armada) de Coro por asignación de la Opsu (Oficina de Planificación del Sector Universitario). Y a seis meses de haberse graduado de Ingeniera de Sistemas es esto lo que exhala: ā€œLa verdad es que esa universidad chavista no sirve para nada. No me dieron una carrera, me dieron un curso de cuatro de aƱos mal dictadoā€. Ella dice que se libró de los paros de las universidades pĆŗblicas autónomas pero no de la mediocridad acadĆ©mica de la universidad gubernamental. Mi amiga no ha logrado conseguir empleo como ingeniera. Con sus propias palabras: ĀæCómo voy a conseguir trabajo en mi Ć”rea siendo egresada de una universidad tapa amarilla? Anthonella se estĆ” ganando la vida trabajando de cajera en un pequeƱo abasto de Coro. La nostalgia viajó a mi lado todo el retorno: de Cabure a Coro, de Coro a Valencia y de Valencia a Caracas. Por mucho que tambiĆ©n estuviera viajando hacia el inicio de una nueva vida, rumbo al ansiado estreno profesional, no hubo manera de no sentir pena por dejar nuevamente mi pueblo, mi familia y mis amigos despuĆ©s de esas dos semanas extraordinarias. En esos dĆ­as ambivalentes de aƱoranza y entusiasmo conseguĆ­ mi primer trabajo como abogado en el Centro Cultural Chacao. Eso fue menos de dos meses antes del estallido de la pandemia de Covid19 y del principio de este angustioso confinamiento que no ha dejado espacio sin alterar. Con la imposición de la cuarentena, a raĆ­z de las primeras confirmaciones de contagios en Venezuela, el complejo cultural de la alcaldĆ­a capitalina quedó de pronto sin actividad. Y yo con Ć©l, por lo cual, aprovechando las largas horas de aislamiento en casa, me dediquĆ© a explorar nuevas posibilidades laborales. AsĆ­ fue como reciĆ©n, en mayo, me incorporĆ© al equipo legal del reconocido grupo inmobiliario donde me desempeƱo actualmente. Fue en esos dĆ­as fallidos de encierro inicial cuando Tania, quien se acaba de graduar conmigo, me llamó para preguntarme si querĆ­a unirme a Un Estado de Derecho (UeD), la asociación civil dirigida por el profesor Canova. Cómo no iba a querer si ya tenĆ­a noticias de que otros compaƱeros reciĆ©n graduados tambiĆ©n se estaban integrando a la organización no gubernamental conformada por brillantes abogados egresados de la Ucab y de otras universidades, ademĆ”s de destacados profesionales de diversas disciplinas.

UeD, así con la e de estado en minúscula, se dedica al estudio, comprensión y divulgación de los valores y principios del Estado de Derecho como condición indispensable para la libertad individual, la democracia, el desarrollo y el progreso de las personas y los pueblos.

Con el ā€œsĆ­, quieroā€ me estaba uniendo, de entrada, al equipo que investiga la realidad actual del derecho a la educación en Venezuela. El principal requisito de ingreso ya lo cumplĆ­a: ya habĆ­a leĆ­do El Bello Ɓrbol. El que ha sido alumno de Canova en estos Ćŗltimos aƱos sabe que no hay forma de eludir la lectura del libro escrito por James Tooley, profesor de la Universidad de Buckingham. Sabe, por tanto, que tampoco hay forma de no terminar replanteĆ”ndose todo lo que uno pensaba respecto al asunto educativo despuĆ©s de enfrentarse a sus hallazgos. MentirĆ­a si digo que disfrutĆ© El Bello Ɓrbol. ĀæCómo podĆ­a agradarme, a mĆ­, ā€œhijoā€ de la educación pĆŗblica, un libro que la desahucia? MentirĆ­a tambiĆ©n si digo que asimilĆ© todo de inicio. La pura verdad es que, aparte de padecerlo, incurrĆ­ en la misma actitud de negación a la que se enfrentó su autor cuando decidió indagar sobre la existencia de colegios privados para pobres muy pobres: para los mĆ”s pobres de paĆ­ses pobres como Ghana, Nigeria y Zimbabue en Ɓfrica; para los mĆ”s pobres de las zonas mĆ”s pobres de India y China.

A las descripciones de las ā€œperezosasā€ escuelas pĆŗblicas de esos distantes lugares sĆ­ que no podĆ­a negarme, porque sencillamente me hablaban de la misma flojedad de Cabure.

El que busca…

Escondidos en esos paupérrimos rincones, Tooley encontró, porque buscó, iniciativas educativas particulares surgidas como respuesta a la deficiente o nula enseñanza estatal. Encontró, porque buscó, padres que prefieren destinar parte de sus míseros ingresos a pagar por la instrucción de sus hijos antes que dejarlos en las gratuitas instituciones públicas. Encontró porque buscó a pesar de lo que le decían todos, absolutamente todos, los investigadores de todos, absolutamente todos, los organismos mÔs emblemÔticos del Ôrea de Desarrollo Humano: de la ONU para abajo le advertían que no existía tal cosa como los pobres mÔs pobres educÔndose a sí mismos.

A sí mismos en tanto prescinden de la oferta estatal y resuelven pagar uno o dos dólares al mes por una educación mejor que la pública. Tooley los consiguió en cada uno de los países donde buscó: El Bello Árbol es un documento de extremado rigor científico y es al mismo tiempo el inspirador testimonio de esa porfía.

No deja por ello de ser, reitero, un informe difĆ­cil de metabolizar, pues toda la evidencia contenida en Ć©l trastoca la concepción predominante sobre la prestación del derecho a la educación…

…la concepción que nos ha inculcado el prestador, la idea con que nos educa el prestador. O sea: remece el dogma del Estado docente y por ende debilita tambiĆ©n todo el corpus de creencias que sostienen a la doctrina (estatista) vigente de los derechos sociales. Nada mĆ”s y nada menos. A mĆ­, como ya dije, me tomó tiempo y dudas. No me costaba para nada suscribir los cuestionamientos de Tooley a la indiscutiblemente deficiente educación pĆŗblica; pero de ahĆ­ a favorecer su desaparición… El hecho es que conforme avanzaba en la historia iba comprendiendo, pero a la vez iba sintiendo como una especie de culpa por comprender, una inevitable y molesta sensación como de traición a mis orĆ­genes. Hasta que incómoda y lentamente caĆ­ en cuenta de que ese malestar inespecĆ­fico era, precisamente, la prueba de cuĆ”n arraigada traĆ­a la doctrina estatista en mi cabeza.

Y el otro hecho es que aunque los descubrimientos de El Bello Ɓrbol me resultaban esclarecedores e inobjetables, por alguna razón (…) yo negaba de plano que aquĆ­ en Venezuela tambiĆ©n pudieran hallarse manifestaciones de personas pobres educĆ”ndose a sĆ­ mismas.

Y hubiera seguido así, todo hay que decirlo, si Canova, terco como Tooley, no hubiera dado con el colegio Cuyagua de Petare y con otras decenas de escuelas privadas, en diversos lugares del país, con matrículas de hasta menos de dos dólares.

Yo mismo he dado ya, como investigador de UeD, con unos colegios de bajo coste en mi estado Falcón.

No, en Cabure, como dije arriba, no hay ningĆŗn privado: en mi pueblo la Ćŗnica opción es la educación pĆŗblica. ā€œY es de esa que vas a escribir un reporte, uno como el de MarĆ­a JosĆ© EspaƱa sobre el Cuyagua de Petareā€, me indicó el profesor.

Por telĆ©fono, porque en Cabure casi nunca hay internet, me entrevistĆ© con JosĆ© Ramón Miquilena, director de la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€, la escuela donde estudiĆ©, fundada hace ochenta y cuatro aƱos. Manuel Antonio GarcĆ­a fue un insigne educador natural de Coro, que a finales del siglo antepasado, por los tiempos del PĆ”jaro Serrano, se asentó en mi pueblo e inició su labor pedagógica en la Escuela para Varones junto con los maestros Clodomiro MuƱoz y Rufino Montenegro. Con el mismo Rufino Montenegro que apadrinó el cĆ©lebre vuelo de mi tatarabuelo Don Carlos Rivero Solar.

La ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€ se crea, en 1937, sobre la base de la escuela unitaria, de sólo primer grado, que para la Ć©poca regentaba el maestro Rito HernĆ”ndez, mi bisabuelo ā€œRiticoā€, papĆ” de mi abuela Hilda. Pero se le aƱaden Ćŗnicamente tres grados; es decir, nada mĆ”s hasta cuarto. Quinto y sexto eran pagos: costaban un medio diario que se podĆ­a cancelar con una moneda de veinticinco cĆ©ntimos de bolĆ­var, dos de una locha o dos litros de leche de vaca reciĆ©n ordeƱada. La Escuela para SeƱoritas ā€œAna Brilletā€, dirigida por la maestra Ɓngela IrausquĆ­n, antecedió tambiĆ©n a la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€. Era una iniciativa particular, igual que la Escuela para Varones, como casi todas las de aquellos tiempos de Estado incipiente.

Dime quiĆ©n te educa…

En la actualidad, mi colegio es un edificio principal de dos plantas, ampliado con tres galpones. Tiene dieciocho salones, patio de recreo, cancha, tarima para eventos y comedor para los alumnos.

El director es docente con maestrĆ­a y dirige la escuela desde hace quince aƱos; o sea desde mis tiempos de primaria. Hoy son 465 alumnos y 45 maestros, me precisó de entrada. Y con la misma, ya puesto en el caso de exponerme la situación de la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€, me contó de su principal preocupación: la degradación de la calidad docente. Me conto mĆ”s: hoy dĆ­a 90% de los educadores que enseƱan en el colegio son egresados de la Universidad Bolivariana de Venezuela. Primero porque la desprestigiada UBV tiene un nĆŗcleo en Cabure y segundo porque es la orden emanada de la Zona Educativa de Falcón. La cuestión es que no hay lugar para docentes graduados en otras universidades por muy solventes y mejor preparados que sean. Los cargos en la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€ y en las demĆ”s pĆŗblicas no se asignan por la capacidad profesional sino por un baremo polĆ­tico que empieza por estar inscrito en el Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv).

Para muestra el botón que todavĆ­a conserva mi mamĆ” de la vez que la degradaron, de directora de la unidad educativa para niƱos especiales ā€œEduardo MarĆ­nā€ a maestra de aula en la misma institución cabureƱa, por no estar apuntada en las filas del partido de ChĆ”vez. Ocurrió a la vista de todos los presentes, en una reunión de directores municipales, cuando la coordinadora polĆ­tica local ordenó a viva voz, refiriĆ©ndose a mi madre: ā€œMe quitan a esa escuĆ”lida de ese puestoā€. Y asĆ­ fue: mi mamĆ” fue castigada, rebajada de cargo, simplemente por no militar en la tolda chavista. Dos aƱos despuĆ©s de esa condena por deslealtad, ella logró empezar a recuperar su rango profesional y hoy es la subdirectora de la unidad psicopedagógica de la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€. La segunda gran preocupación del director Miquelena es una que no por repetida y general deja de ser siempre sobrecogedora: salarios docentes prĆ”cticamente inexistentes, la indignidad de un sueldo bĆ”sico -para un educador de veinte aƱos de carrera- de 769.304, 01 bolĆ­vares al mes en un paĆ­s azotado por la hiperinflación. Estamos hablando de la absurdidad de un ingreso base oficial, ajustado en mayo 2020, equivalente a 2,6 dólares mensuales.

Es una paga tan absurda que casi me hizo dejar para luego el siguiente asunto que me proponĆ­a despejar con el director, un aspecto medular al que Tooley dedica gran parte de la atención: el tema de los mecanismos para evitar, corregir y/o sancionar las inasistencias y otras faltas de los educadores. No lo dejĆ© para luego pero sĆ­ le bajĆ© el tono de interpelación. Al respecto, el profesor Miquelena se remitió al Reglamento de la Profesión Docente que norma todo lo relativo al desempeƱo de los maestros. En Ć©l se establece, entre otras reglas, que despuĆ©s de tres faltas injustificadas, procede el despido; pero de acuerdo con la experiencia del director de la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€, muy rara vez, la verdad nunca, se produce una desincorporación por esta vĆ­a. A lo mĆ”s que se llega frente a los incumplimientos -acotó- es a una exhortación verbal o a un memorando escrito de parte del director. Y luego, si acaso, de parte de la Zona Educativa.

A lo que voy: Un director de escuela pública en Venezuela no puede despedir a un maestro que incumpla. El sistema estÔ diseñado para complicÔrselo, por no decir impedírselo. Y esto es lo que una humilde madre de la remota Ghana expone sencilla y rotundamente en El Bello Árbol, cuando advierte la diferencia con el colegio privado al que envía a sus hijos. Ella observa que en las escuelas públicas lo docentes faltan y no pasa nada, porque a nadie le interesa. Percibe también, en cambio, que en las particulares un director no puede permitirse lo mismo, puesto que al recibir pago estÔ obligado a la contraprestación.

Por Ćŗltimo lo peor y en forma de dolorosa verdad estadĆ­stica: apenas 30% de quienes estudian primaria en la ā€œManuel Antonio GarcĆ­aā€ llegan hasta la universidad. No es una contabilidad oficial ni exacta, advierte el profesor Miquilena. Es, sĆ­, una aproximación numĆ©rica que expresa la realidad observable de Cabure: 70% de quienes pasan por primaria, e incluso completan secundaria, no alcanzan la educación superior. Pobreza, cuĆ”ndo no. Porque hasta para estudiar en una universidad gratuita de Coro se precisan recursos que la mayorĆ­a de la gente de mi pueblo no tiene. Estudiar en esa o en otra ciudad implica costearse residencia, comida, materiales de estudio, transporte, etcĆ©tera. Eso por un lado y la misma necesidad, que obliga a trabajar, por el otro. Me consta por la cantidad de ex compaƱeros de liceo que al graduarse de bachilleres inmediatamente tuvieron que ocuparse de ganarse la vida. Cosa que, por cierto, hacen sin sentir frustración; pues de nada vale negar que el grueso de los estudiantes cabureƱos no llega a la universidad tambiĆ©n por ausencia de motivación, por falta de aspiración, porque al no verle el sentido a continuar los estudios simplemente ni se lo plantean. ĀæY cómo van a querer volar si les han cortado las alas.

Nadie se antoja del infinito si no se cree capaz de llegar a Ʃl. Ahƭ estƔ El PƔjaro Serrano, guindando todo aporreado en la copa del bucare, por haberse creƭdo capaz de surcar el cielo con unas alas postizas. Se le ve arreglƔndoselas para bajar entre las ramas y se le oye gritar que se encuentra bien, que no se preocupen, que muchas gracias a todos y que Ʃl regresa a su casa por sus propios medios. Bien nada. Si hasta fracturas tiene. Bien nada. Para mƭ que estƔ mal, aunque mƔs del alma que de ese cuerpo de cuarenta y dos aƱos. Se me hace que prefiere quedarse a solas con el pesar del sueƱo malogrado. A los ojos de la gente que se le acerca para auxiliarlo, esto que acaba de ocurrir en El Naranjito no es mƔs que la estrepitosa ocurrencia de un personaje tocado del coco.

ĀæCómo van a querer volar a la universidad los muchachos de Cabure si ni siquiera tienen unas alas de madera y cuero de vaca para al menos poder intentarlo? ĀæSi lo que tienen como Ćŗnica opción, por pobres, es enseƱanza deficiente y adoctrinadora? Con estas preguntas inicio el descenso a las cinco impresiones finales de este documento, que es al mismo tiempo mi informe de arranque para seguir investigando: Uno: De la educación pĆŗblica no puede seguirse esperando mĆ”s que fraude. Seguir creyendo, a estas alturas, que el Estado puede prestar este derecho con eficiencia es seguir creyendo en las ficciones que nos cuentan los polĆ­ticos. Es seguir creyendo, por ejemplo, en la fantasĆ­a de que en el algĆŗn momento, vaya usted a saber cuĆ”ndo, el Estado, el mismo que ha ocasionado la presente desgracia educativa de Cabure, va a poder garantizarle a la gente de mi pueblo una enseƱanza de calidad. Dos: La educación pĆŗblica actual en Venezuela, en lugar de ser vehĆ­culo para la movilidad social, es condena inapelable a mĆ”s miseria. La gente de mi pueblo lo sabe bien. Educación y pobreza como causa y efecto: no estudian porque son pobres y son pobres porque no estudian. Tres: Tiene razón Canova, aunque me haya costado reconocerlo: No soy lo que soy, un graduado universitario, ā€œgracias aā€ la educación pĆŗblica, sino ā€œa pesarā€ de ella. Y soy minorĆ­a, casi excepción. Soy del apenas 30% de los cabureƱos que llegan a la universidad, pero ya saben todo lo que me costó. Saben que si no hubiera sido por la visión y el esfuerzo amoroso de mi mamĆ” en cada una de aquellas tardes de clases en casa, yo no me hubiera sentido capaz de llegar y dar la talla. JosĆ©, Alexander y Anthonella pertenecen tambiĆ©n a ese selecto 30% y ya saben cómo les va. ĀæDebemos, mis amigos y yo, estar agradecidos con la educación pĆŗblica? ĀæY quĆ© deberĆ­a agradecer la sociedad? ĀæQuĆ© sentencie al restante 70% a una vida de sombras y penurias? Cuatro: Es posible una educación de verdadera calidad para los mĆ”s necesitados, fundamentada en dos libertades: la de los padres escogiendo entre muchas opciones no estatales y la de los emprendedores de la enseƱanza compitiendo para ofrecer el mejor servicio. De allĆ­ parte la propuesta que trabajamos en UeD, donde apostamos a que no quede ni un estudiante venezolano sin poder costear su colegio privado. En tal sentido, promovemos la implementación, probadamente exitosa en varios paĆ­ses, de los llamados cheques escolares. Y al mismo tiempo alentamos una conversación nacional sobre las formas y criterios para la eventual aplicación de este subsidio directo. En cualquier caso, el Estado siendo responsable de garantizar el derecho mediante el financiamiento de los referidos vĆ”uchers, con lo cual se preserva la gratuidad. El Estado participa, pero de manera limitada y excepcional, no como prestador ni docente. Desde aquel domingo de 1868 no hubo mĆ”s noticias sobre El PĆ”jaro Serrano, mĆ”s allĆ” de su acrecentada fama de inventor loco. Se sabe que continuó dedicado por entero a sus otros ingenios. Hay quienes afirman que tambiĆ©n se afanó en secreto, observando el vuelo de los gavilanes, a perfeccionar el diseƱo de un nuevo par de alas que al final nunca usó. Mientras estuvo vivo nadie reconoció la verdadera significación de su arrojado intento. Es que a nadie allĆ­, en el Cabure de hace 150 aƱos, le cabĆ­a en la cabeza que un hombre pudiera volar como un ave. Nadie en el mundo lo habĆ­a logrado. Y quĆ© iban a estar sabiendo nada los buenos pero iletrados cabureƱos de aquella Ć©poca de tierna ignorancia. Realmente habĆ­a que estar loco, tener vacĆ­os los aposentos de la cabeza, como Don Quijote de La Mancha, para acometer semejante empresa. Mi tatarabuelo vivió el resto de su vida sin recibir el mĆ”s mĆ­nimo tributo, sin ningĆŗn homenaje. Fue casi cien aƱos despuĆ©s, por allĆ” por 1959, que la fascinante e incompleta historia de El PĆ”jaro Serrano llegó a oĆ­dos de alguien en la Fuerza AĆ©rea. La parte que llegó se consideró suficiente e indiscutible para conferirle el tĆ­tulo de Precursor del Vuelo en Venezuela. Pienso en todo eso y pienso en que, aunque muy tarde, al menos la posteridad saldó su deuda de honor con Don Carlos Rivero Solar. Por eso pienso ademĆ”s en los tantos que en algĆŗn momento tambiĆ©n se lanzaron a conquistas importantes, abrieron caminos, y sin embargo permanecieron ignorados o, peor aĆŗn, tenidos como dementes. Y, bueno, tampoco puedo evitar pensar en los locos que, sin mĆ”s armas que las ideas de libertad individual, se aventuran a luchar contra los gigantes de una dictadura comunista. Pienso en los grandes triunfos, pero pienso mĆ”s en los pequeƱos. Pienso, por ejemplo, en las victorias cotidianas de esas familias venezolanas que estĆ”n pagando lo que no tienen para procurarse la mejor enseƱanza a su alcance. Pensar en todo eso es lo que me trae, finalmente, a inclinarme en reverencia frente a los padres que, sin mĆ”s opción que la educación pĆŗblica, se empeƱan y logran echar a volar a sus hijos hacia el firmamento de la superación: Yo pude llegar de Cabure a la Ucab gracias a las alas de deseo y confianza que me dio mi mamĆ”. ĀæNo es esa otra verdadera hazaƱa?

**

El PÔjaro Serrano murió a los setenta y ocho años, en 1904. Ignoro si alcanzó a saber la gran noticia que, en 1903, protagonizaron los hermanos Wright.

Ɓngel Tajha



ree

bottom of page